jueves, 15 de noviembre de 2012

La trufa, ese hongo distinguido y suculento que encontró la perra Estrella

Sabiamente dosificada, la trufa es acompañamiento ideal de infinidad de platos. Interviene en muchas preparaciones culinarias, cruda o cocida, cortada en láminas, rodajitas o en dados.

En las Jornadas de micogastronomía de Albacete también está presente este manjar: en el Revuelto de setas, foie y trufa, del Asador Concepción; los Huevos a baja temperatura con espuma de patata trufada y setas, en el Certezas; y el Ragout de papillón con una parmentier de patata y trufa, en Gastrobar Sexto sentido, por ejemplo. Aún están vigentes estas jornadas,
www.jornadasgastronomicasdealbacete.com, hasta el domingo día 18 de noviembre. En la imagen, setas de cardo.


Existen unas 70 especies de trufas. Es un hongo más de tantos que nos da la misteriosa naturaleza, pero el más cotizado, distinguido y suculento, por su carne perfumada, de agradable y fuerte sabor, un poco tirando a yodo. Una trufa negra de buena calidad debe ser redonda y de una sola pieza. La negra del Périgord es la reina de las trufas, “el diamante negro de la cocina”, como he leído que la llamaba Brillat-Savarin.
El precio de la trufa negra de primera categoría oscila entre 120 y 240 euros/kg., pero, como hemos dicho al principio, sabiéndola dosificar nos puede dar mucho de sí elevando no sólo el sabor, sino la categoría del plato. Esto lo comentó también a sus alumnos el cocinero Juan Castillo, en la sesión del curso La cocina de las setas que ha quedado recogida en vídeo en este blog, Albacete Bienmesabe.
Las trufas se encuentran por el aroma que desprenden. El olfato del hombre no puede percibirlo y por este motivo recurre a ciertos animales que tienen más afinado este sentido, como los cerdos, mejor, una buena cerda. En España se utilizan sobre todo los perros.
Como la perra Estrella, una maravilla de animal que encontró todo un tesoro en las carrascas que hay sobre la loma de los almendros, detrás de la ermita… en la novela de Pedro  Jesús  Cuevas Cuerda… Garbanzos tiernos. Pero… cuántas veces la realidad ha superado a la ficción. Es un relato que podría ser verdad: unos seteros que andan desesperados… el abuelo Matías al frente, - porque como mejor se aprende la afición de la búsqueda y recogida de hongos es yendo con alguien que sabe, con el abuelo para más señas, transmitiéndose los conocimientos de una generación a otra-, y al final, la perra Estrella alegra el día a toda la cuadrilla… vamos, a todo el pueblo.
Con permiso de Pedro Jesús, publico a continuación una parte de su novela de Garbanzos tiernos, para que la disfrutemos todos como yo lo he hecho -las setas de cardo de la foto, las recogió él en los campos de Peñacárcel (Chinchilla). A falta de trufas, buenísimas son estas setas, y ¡tan ricas!-:

El abuelo Matías, tras echar otra mirada furiosa a Antonio, hizo una seña a Isi y éste, como despertando de un sueño, volcó la cesta sobre la mesa.
Era el olor de la naturaleza en estado puro, la tierra tras la lluvia, el bosque más profundo jamás pisado por un humano. Eran las cuatro estaciones del año en una brisa. Era la siega, la vendimia, la tala de un árbol, dejar caer una semilla en el suelo y taparla. Era el agua corriendo por la acequia y remansándose en un recodo del río.
Veintitrés peloticas negruzcas, que iban del tamaño de una uña a una bola de billar. Veintitrés trufas como veintitrés soles.
Todos las mirábamos callados cuando, y vuelvo a jurar aunque mi madre me diga que está mal, vino Juan desde la barra levitando. Es cierto. Era su nariz la que arrastraba a su cuerpo. Se puso encima de ellas y aspiró su aroma. Le debió llegar a los talones de la fuerza que usaron sus pulmones. Y con recogimiento cogió una de las medianas y, llevándola entre sus manos, como si de una ofrenda se tratara, se metió en la cocina.
-Ya nos volvíamos –comenzó a relatar el abuelo Matías cogiendo una trufa y dándole vueltas entre los dedos, mientras de reojo lanzaba miradas a la cocina donde se oía a Juan trastear-. No habíamos visto ni una maldita seta. Al pasar por la ermita vieja, Estrella se puso como loca a ladrar y a dar vueltas y se fue corriendo. Pensé que sería alguna pieza herida pero, ¡uhm!, ¡qué va! Se puso a escarbar como una loca a los pies de la primera carrasca y nos trajo algo que dejo a nuestros pies ¡Uhm! Y siguió. Debe haber más. Me volví porque pensaba que a Isi le iba a dar algo.
            Isi seguía mirando embobado las trufas. Entonces surgió Juan de la cocina con una sartén de patatas fritas al montón, especiadas como sólo él sabe, y un plato de huevos de codorniz recién fritos, perfectos, con puntilla y todo. Cogió una pila de platos de café, de esos pequeños, los puso en fila en la barra y fue poniendo una cucharada de patatas, luego un huevo encima y, entonces, con todo el bar, forasteros incluidos, los moteros, ya les dije, apilados frente a la barra, se arremangó y con un pelador de zanahorias (“es lo que hay”, dijo, lo recuerdo) echó en cada plato unas finas láminas de trufa.
            De bocado.
            Nunca la romería de verano a la ermita tuvo tanta gente como la que subió en ese momento a ver las carrascas y a Estrella en acción. Sólo nos quedamos en el bar yo, no sé muy bien por qué, Juan, mirando extasiado la última tapa que quedaba, y Antonio, mirando atontado los trescientos euros que los moteros, juntando todo lo que tenían, le habían dado por las trufas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario